Desde 1994, año en que Marcela Lagarde y de los Ríos castellanizó el término feminicidio y su tipificación se incluyó en la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia en 2007, se dotó a las asociaciones civiles, grupos feministas, academia y especialmente a las víctimas, de un nuevo modelo de análisis y acción para enfrentar la privación de la vida de una mujer por el simple hecho de serlo. Por fin, el feminismo nombró un fenómeno invisibilizado por milenios: la violencia ejercida por hombres contra mujeres en su deseo de obtener poder, dominación o control para reafirmarse en la jerarquía de poder sexual.
Paralelamente a los avances en el reconocimiento de nuestros derechos, han arreciado la violencia y los crímenes de odio hacia las mujeres por atrevernos a trastocar el poder formal y fáctico que desproporcionadamente ostenta el género masculino. Las cifras debieran prender los focos rojos: un promedio de 7 mujeres son asesinadas al día en nuestro país, sin contar las desaparecidas. Solo uno de cada de 10 casos se denuncian y de ese universo de denuncias tan sólo el 1% se castiga.
La escalada de violencia machista frente al avance de las mujeres en lo público y lo privado campea en la impunidad. Quienes cometen este delito saben que la justicia no accionará en su contra –por implícita complicidad- y con ello convidan involuntariamente a otros. Cada feminicidio impune afianza la desigualdad, la re-victimización, el terror en las mujeres. A pesar de los cientos de millones de pesos que se destinan para capacitar a los servidores públicos en el desempeño de su función con perspectiva de género, el estado sigue siendo omiso en prevenir, atender, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres; por eso Marcela Lagarde define el feminicidio como “un crimen de estado”. Es la institucionalización de la impunidad. En un juicio, la autoridad y el delincuente son cómplices, uno por omisión y el otro por comisión, y éste es un círculo vicioso que debemos romper para construir una vida libre de violencia en la que el género no sea una condición que nos haga más vulnerables.
Jane Caputi,(en su libro “The Age of sex Crime”, dice que el feminicidio es un terrorismo fálico funcional, un acto mítico ritualista en el patriarcado contemporáneo para preservar su supremacía, y vas más allá: sentencia que el crimen por lujuria, violación, serial y recreativo son asesinatos sexualmente políticos. Cómo no habían de serlo si en el fondo reflejan la desigualdad en las relaciones estructurales de poder, dominación y privilegio entre mujeres y hombres. Según la ECOPRED, más 332 mil niñas y mujeres de entre 12 y 29 años que viven en zonas urbanas son víctimas de acoso todos los años, y según el INEGI, dos terceras partes de las mexicanas han sido víctimas de violencia en algún momento de su vida. Los datos de observatorios independientes hablan de más de 1,200 feminicidios en lo que va de ese año. El índice más alto de feminicidios en el 2017 se registró en el Estado de México y la mayoría de las víctimas fueron mujeres entre los 20 y 30 años de edad.
Deborah Cameron y Nancy Fraser llaman al feminicidio “La erotización del arte de matar”, alimentado por la impunidad, por un estado fallido y por la misma religión.
Ante esta situación, urge incrementar la movilización y la denuncia. Por Mara; por Valeria, la niña de 11 años violada y asesinada en Neza; por Lesvy en la UNAM; por Mariana, cuya muerte logró que la muerte violenta de una mujer se debe investigar con perspectiva de género; por Karla, por Aída, y por todos los feminicidios a lo largo y ancho del país, porque una cosa sí tenemos clara: el silencio también mata.
Debemos seguir organizándonos para desmontar el sistema patriarcal en lo público y lo privado. Lo que queda es no perder la capacidad de asombro, no conformarnos con ser sólo cuenta-muertas, cuenta-fosas. Quienes incumplen desde el poder, necesitan que el pueblo se los demande, pues cada feminicidio no castigado fortalece las relaciones inequitativas de género, del mismo modo que la no acción de los órganos de impartición de justicia refuerza el dominio patriarcal.
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